Querida Lucrecia,

vuelves, al cabo de los años, como si nunca te hubieras ido, y en apenas unos segundos retomamos aquella conversación que quedó bruscamente interrumpida (¿dónde, en la Schönlaterngasse de Viena, en las empinadas cuestas de la Alfama en Lisboa?) cuando desapareciste por unos estrechos callejones persiguiendo a alguien que te recordaba vagamente o otro alguien que llevabas años, siglos, sin ver...

Y me dejo arrastrar hasta un marmóreo edificio en cuyos sótanos has descubierto una exposición, oh sorpresa, de mercadería relacionada con el para mí ignoto mundo de la Guerra de las Galaxias (¡¿¡!?!) Si no lleváramos décadas encontrándonos en los rincones más insospechados de este continente cada vez más predecible, si no supiera de tus imprevisibles cambios de edad, de sexo, que nuestra querida Virginia Woolf quiso narrar en tus diversas encarnaciones como Orlando, diría que me sorprende esta nueva faceta tuya de experta en universos galácticos, en Siths y Jedis, en Jar Jar Binks e Ewoks. Pero lo cierto es que no me sorprende: he aprendido a aceptar la sorpresa como tu estado natural y me dejo contagiar por tu entusiasmo ante unas figuritas que representan seres o naves de universos lejanos, el mismo entusiasmo con que otras veces me has hablado de Kierkegaard o de algún oscuro genio del jazz que has descubierto en uno de esos garitos en los que te gusta recalar cuando hay que combatir el frío y la soledad de las noches de invierno a base de licores a los que no hay herida que se les resista.

Pero esta noche no. Esta es una de esas tórridas noches de verano que en las ciudades del interior de Andalucía sólo pueden soportarse recorriendo las terrazas de bares y cafés que inundan las aceras, mezclándose con los jóvenes que beben despreocupadamente ahora que ya han terminado los exámenes en anticipación de cualquier sorpresa que pueda depararles la noche en forma de encuentro fugaz . Aunque probablemente no hayas estado en esta ciudad más de dos o tres veces en los últimos años, te mueves por sus calles como si nunca te hubieras marchado y los camareros, que ya no son tan jóvenes, te invitan a beber por los viejos tiempos ignorando que tu tiempo y el suyo pertenecen a dimensiones diferentes. Pero a quién le importa eso ahora: brindemos por los viejos y los nuevos amigos que nos regalan enigmas amorosamente escritos a mano sobre papel de tacto delicado, libros que mezclan palabras y dibujos, monederos en forma de piña como un secreto apenas compartido por unos pocos, ukeleles que suenan un poco menos alegres de lo que debieran...

Estoy listo para tu nueva (des)aparición. Quizá yo también me vaya por un tiempo, esta vez rumbo norte, en busca de paisajes glaciares y auroras boreales, más o menos como en aquella canción de Los Zombies, Groenlandia, que tanto nos hacía soñar en los felices y escapistas años 80, cuando recorrías estas mismas calles embutida en tu cazadora de cuero.

Feliz cumpleaños.
La mirada oblicua
Querida Lucrecia,

parece que se adelantó el día de Nuestra Señora de la Soledad, que según el muy venerable santoral católico no se celebra hasta el 11 de octubre, tomándole la delantera a la del Pilar por un solo día.

Para empezar, un comienzo de libro como hacía tiempo que no leía, el de Natalio Grueso, titulado, ¿lo intuyes?, La Soledad, what else?
Nadie sabe tanto de la soledad como yo. Nadie. Ni quien nunca supo lo que eran unos pies fríos a su lado en la cama en las largas noches de invierno, ni quien jamás conoció unos dedos cariñosos que le enjabonaran el pelo, ni el niño obeso con quien nadie quiere jugar en el recreo, ni la adolescente con gafas y acné que se ha leído ya todos los libros de la biblioteca del pueblo en el que veranea porque no tiene amigas. Nadie. Ni el abuelo al que limpian las babas en el asilo esperando que por Navidad alguno de sus tres hijos venga a visitarle. Nadie. Ni el náufrago desahuciado sobre una tabla en medio de un océano desconocido, ni el reo incomunicado en el corredor de la muerte esperando la descarga definitiva. Nadie.
Y a esta "soledad en compañía" en que se nos ha convertido la vida en común viene a ponerle música al final del día el atormentado, aterciopelado Chet Baker.


Todo esto pocos días después de que una tarde, mientras rendía mi privado homenaje al recién fallecido G. García Márquez con la relectura de Cien Años de Soledad, pasara M. y me espetara: «Te quedan cuarenta y ocho». Tardé unos segundos en entender. Ella lo había dicho en broma pero yo no pude más que pensar que quizá sólo acabara equivocándose en la cifra.


Querida Lucrecia,

hace unos meses regresé a Lisboa, no porque esperara encontrarte - sé que juraste no volver jamás - sino para comprobar que la ciudad seguía siendo ella misma, indiferente a todo lo que sus visitantes ocasionales pensamos sobre ella, ajena a las peripecias que A. Muñoz Molina nos hizo vivir allí a tí, a Biralbo, a Billy Swann, a Toussaints Morton, aquel invierno, en aquella ciudad, a la que nunca volveremos por más que volvamos una y otra vez.

«Biralbo me había hablado de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmente - Lucrecia - y de un viaje con ella del que acaba de volver. Ambos bebimos demasiado aquella noche. Al día siguiente, cuando me levanté, comprobé que no tenía resaca, sino que todavía estaba borracho, y que había olvidado todo lo que Biralbo me contó. Me acordaba únicamente de la ciudad donde debiera haber terminado aquel viaje tan rápidamente iniciado y concluido: Lisboa.»
 ...
 « - Me he librado del chantaje de la felicidad - dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre estaba hablándome de ella. Continuó: - De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio...»

« - Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como éste ... Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastian? Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que no lo son.»
Querida Lucrecia,

a veces por azar, a veces tras insistente búsqueda, encuentro el rastro de tu imprevisible deambular por las ciudades del viejo continente. Tú ya lo habrás olvidado, pero hace más de veinte años volviste a Berlín para reunirte con Lucio Dolfos y de dicho encuentro Jesús Ferrero escribió una "escueta crónica" hoy prácticamente inencontrable. Por aquel entonces te hacías llamar Lucrecia Temple y te gustaba jugar al "juego de hacer del amanecer una novela":

«- ¿Verdad que te gustaría ser ahora un hombre inconcreto, vestido con una gabardina un poco ajada y un pantalón color ceniza, y al amanecer recorrer conmigo la Kurfürstendamm?

- Desde luego que me gustaría mucho -
le contesté yo cuando caminaba con ella precisamente por la Kurfürstendamm, bajo la lluvia helada.

-
Tú te llamarías Lucio. A veces hablarías de tu vida, siempre muy de pasada, y, en determinados momentos, te quedarías mirando hacia ninguna parte y harías una mueca extraña. En ocasiones, tus manos me parecerían las de un pianista, pero, algunas tardes grises, cuando nos ocultásemos en algún hotel lamentable de la calle Augsburgo, tus manos, al verlas ante el lavabo corriendo las cortinas, tenderían a parecerme las de alguien que ha matado sin querer, las de Orlac, por ejemplo. ¿Me entiendes?

- Más o menos.

- Tu pasado sería indigerible, pero, al mismo tiempo, lleno de encanto. Un pasado trágico, por decirlo de algún modo. Hablarías de tus días griegos, perdiéndote por islas sofocantes, o quizá preferirías hablar, lacónicamente, de tus años apacibles en París, antes de conocerme. Tus ojos parecerían unas veces felinos y otras caninos, como si viviesen en ti dos fieras enemigas, pero habría siempre en ti un fondo de elemental cordura...

- Lo de las dos fieras repartiéndose a zarpazos mi conciencia no es algo que me fascine, y dudo mucho que sea eso lo que me defina -
le dije.

- ¿Ya empiezas a confundir un pato con un garaje? No digo que seas así - y me miró oblicuamente -, digo simplemente que podrías ser así: una posibilidad entre muchas. Lucio, no una fatalidad.

- Ya... Bueno, de acuerdo -
le dije -. ¿Y no te gustaría a ti ser una mujer no menos inconcreta, vistiendo una falda negra y un impermeable gris, que se detiene, nerviosa y triste, ante la iglesia del káiser, después de haber recorrido Berlín de parte a parte?

Lucrecia se echó a reír.

- Me encantaría ser esa mujer.

- Yo me acercaría a ti y te diría casi sin voz: ¿La conozco?

- Y yo, con ademanes de loca, te miraría sin verte y te diría: ¡Lo hice sin querer! ¡No fue por mi culpa, mi culpa, mi culpa!

- ¡Cálmese, te diría yo, suplicante. ¡Cálmese, por favor!

- Y hágase la cuenta de que está con un amigo... ¿No me dirías también eso? -
me preguntó Lucrecia.

- Sí, también te diría eso.

- Yo te miraría de nuevo, fijamente y en silencio. Sería como un flechazo...

- ¡Un auténtico flechazo! ¡Vivir en unos instantes toda la trayectoria del amor en Stendhal...!

- ¡Qué romántico! Pasaríamos de la admiración gratuita al deseo de estar muy juntos, de la esperanza de lograrlo al nacimiento de la pasión, de la primera condensación del deseo a la duda total, y de la duda total a la segunda y definitiva cristalización...

- ¡Y todo eso en un segundo! -
grité -. Después nos iríamos a un café y nos miraríamos mucho y nos diríamos palabras bruscas y un poco absurdas... Antes de revelarme cierto delito me contarías que habías nacido en una ciudad marítima y abigarrada, y me confesarías haber empezado a ver tu vida como una fábula borrosa. Serías a veces dulce y a veces hosca, y me dirías que también tú pasaste una época en París, y nombrarías una calle angosta junto a las arenas de Lutecia...

- Y tú hablarías de lo que ya convenimos: el pasado trágico, las Cícladas y una habitación mínima en la isla de San Luis... De pronto mirarías hacia la ventana y verías al fondo, tras los cristales ligeramente empañados, la iglesia del káiser con la torre sin desmochar.

Miré hacia el lugar que ella me indicara, y por un instante, vi la iglesia como ella decía y como debió de ser antes de la guerra. Me asusté y miré a Lucrecia como quien mira a un fantasma: la boca roja, los ojos, las manos recortándose contra la súbita negrura...

- ¿Ya empiezas a confundir otra vez lo inconfundible? - me censuró con voz queda.

- Perdóname - le dije -, mezclé sin querer la iglesia mental con la real, y la Lucrecia real con la imaginaria...

- ¡Qué lastima que a menudo olvides que Henry James, tu querido Henry James -
y elevó las manos como si se escandalizara - decía que hay un nexo que une realidad y fantasía, pero que, para hacer literatura, hay que romper ese nexo en lugar de acentuarlo... ¿Por qué te empeñas en confundir ahora esa iglesia con la que imaginamos? ¿Confundirías también la Kurfürstendamm de ahora con la real, la de 1930? - dijo, y volvió a reirse.

- No, no, de ninguna manera.

Mi voz no debió parecerle demasiado convincente, porque enseguida se levantó, cogió el bolso de la mesa, y pretendió salir del café.

- ¡No te gusta la literatura, por mucho que pretendas escribir! -
me aseguró -. ¡Me voy con alguien que esté dispuesto a vivir conmigo una novela! - me dijo mirando con urgencia hacia la calle -. ¡No te aguanto ni un minuto más!

La seguí y me abalancé sobre ella.

- ¡Lucrecia, escúchame! -
le supliqué agarrándole el impermeable, ante la mirada perpleja de la corpulenta camarera que nos había servido el café -. ¡Te juro que algunas tardes grises, cuando nos ocultamos en algún hotel lamentable de la calle Augsburgo, mis manos son otras manos, y te juro por todos los dioses que estamos ante la iglesia del káiser un día bastante frío de 1930!

Lucrecia volvió a sonreír.

- ¡Así me gusta! -
me dijo, y acercó la boca.

Sí, era casi seguro que estábamos en Berlín y casi seguro que habíamos pasado la tarde bailando tangos en el Dachgarten del hotel Edén, y la noche en el Gato Negro, viendo y oyendo a Josma Selin, algunos años antes de que cantase Lilí Marlén. Era invierno, nadie podía dudarlo, el primero, para ser exactos, después de la Gran Depresión, era concretamente el tres de enero de 1930, y estábamos besándonos ante una iglesia, mientras la lluvia y la bruma difuminaban las casas oscuras de la Kurfürstendamm.

...»
Querida Lucrecia,

comienza abril - ya sabes, "the cruellest month" de nuestro admirado Eliot - y, ciertamente, me asalta con una historia cruel, contada en primera persona por uno de sus protagonistas:

- El día más triste

«Mi hermana discutía con mi padre y yo intervine. Finalizada la discusión, cerré: "Vamos a comer". Mi padre avanzaba por el pasillo, yo iba detrás y Rosa, detrás de mí. Comentó algo como "no es justo..." y a mí sólo se me ocurrió replicarle: "Rosa, por favor, no nos hagas sufrir más". Jamás olvidaré su mirada. No era de rabia. Era una mirada vacía. Salió corriendo y al instante vi todo lo que iba a suceder. Arranqué a correr tras ella. Soy rápido, pero ella lo fue más y se metió en mi habitación. Cuando entré, usaba mi cama como trampolín. Era primavera. La ventana estaba abierta. Tengo grabado ese momento, esa fotografía en que veo el cielo y a ella que salta. Saltó sin mirar atrás y yo por poco caigo con ella; no la toqué, pero la sentí, acaricié el aire que removió al caer. Vi cómo golpeaba el suelo. Yo he visto a mi hermana reventar. Desde el alfeizar de la ventana, con los ojos aterrados, lo vi todo.»

Lo cuenta Manel Estiarte, medalla de oro olímpica en waterpolo, en su autobiografía. Rosa, su hermana, tenía 25 años; él, 22.

El extracto aparece reproducido en un suplemento dominical entre anuncios de bolsos de marca y cremas reductoras. Crueldad sobre crueldad.