Querida Lucrecia,

hace unos meses regresé a Lisboa, no porque esperara encontrarte - sé que juraste no volver jamás - sino para comprobar que la ciudad seguía siendo ella misma, indiferente a todo lo que sus visitantes ocasionales pensamos sobre ella, ajena a las peripecias que A. Muñoz Molina nos hizo vivir allí a tí, a Biralbo, a Billy Swann, a Toussaints Morton, aquel invierno, en aquella ciudad, a la que nunca volveremos por más que volvamos una y otra vez.

«Biralbo me había hablado de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmente - Lucrecia - y de un viaje con ella del que acaba de volver. Ambos bebimos demasiado aquella noche. Al día siguiente, cuando me levanté, comprobé que no tenía resaca, sino que todavía estaba borracho, y que había olvidado todo lo que Biralbo me contó. Me acordaba únicamente de la ciudad donde debiera haber terminado aquel viaje tan rápidamente iniciado y concluido: Lisboa.»
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 « - Me he librado del chantaje de la felicidad - dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre estaba hablándome de ella. Continuó: - De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio...»

« - Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como éste ... Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastian? Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que no lo son.»