Querida Lucrecia,

a veces por azar, a veces tras insistente búsqueda, encuentro el rastro de tu imprevisible deambular por las ciudades del viejo continente. Tú ya lo habrás olvidado, pero hace más de veinte años volviste a Berlín para reunirte con Lucio Dolfos y de dicho encuentro Jesús Ferrero escribió una "escueta crónica" hoy prácticamente inencontrable. Por aquel entonces te hacías llamar Lucrecia Temple y te gustaba jugar al "juego de hacer del amanecer una novela":

«- ¿Verdad que te gustaría ser ahora un hombre inconcreto, vestido con una gabardina un poco ajada y un pantalón color ceniza, y al amanecer recorrer conmigo la Kurfürstendamm?

- Desde luego que me gustaría mucho -
le contesté yo cuando caminaba con ella precisamente por la Kurfürstendamm, bajo la lluvia helada.

-
Tú te llamarías Lucio. A veces hablarías de tu vida, siempre muy de pasada, y, en determinados momentos, te quedarías mirando hacia ninguna parte y harías una mueca extraña. En ocasiones, tus manos me parecerían las de un pianista, pero, algunas tardes grises, cuando nos ocultásemos en algún hotel lamentable de la calle Augsburgo, tus manos, al verlas ante el lavabo corriendo las cortinas, tenderían a parecerme las de alguien que ha matado sin querer, las de Orlac, por ejemplo. ¿Me entiendes?

- Más o menos.

- Tu pasado sería indigerible, pero, al mismo tiempo, lleno de encanto. Un pasado trágico, por decirlo de algún modo. Hablarías de tus días griegos, perdiéndote por islas sofocantes, o quizá preferirías hablar, lacónicamente, de tus años apacibles en París, antes de conocerme. Tus ojos parecerían unas veces felinos y otras caninos, como si viviesen en ti dos fieras enemigas, pero habría siempre en ti un fondo de elemental cordura...

- Lo de las dos fieras repartiéndose a zarpazos mi conciencia no es algo que me fascine, y dudo mucho que sea eso lo que me defina -
le dije.

- ¿Ya empiezas a confundir un pato con un garaje? No digo que seas así - y me miró oblicuamente -, digo simplemente que podrías ser así: una posibilidad entre muchas. Lucio, no una fatalidad.

- Ya... Bueno, de acuerdo -
le dije -. ¿Y no te gustaría a ti ser una mujer no menos inconcreta, vistiendo una falda negra y un impermeable gris, que se detiene, nerviosa y triste, ante la iglesia del káiser, después de haber recorrido Berlín de parte a parte?

Lucrecia se echó a reír.

- Me encantaría ser esa mujer.

- Yo me acercaría a ti y te diría casi sin voz: ¿La conozco?

- Y yo, con ademanes de loca, te miraría sin verte y te diría: ¡Lo hice sin querer! ¡No fue por mi culpa, mi culpa, mi culpa!

- ¡Cálmese, te diría yo, suplicante. ¡Cálmese, por favor!

- Y hágase la cuenta de que está con un amigo... ¿No me dirías también eso? -
me preguntó Lucrecia.

- Sí, también te diría eso.

- Yo te miraría de nuevo, fijamente y en silencio. Sería como un flechazo...

- ¡Un auténtico flechazo! ¡Vivir en unos instantes toda la trayectoria del amor en Stendhal...!

- ¡Qué romántico! Pasaríamos de la admiración gratuita al deseo de estar muy juntos, de la esperanza de lograrlo al nacimiento de la pasión, de la primera condensación del deseo a la duda total, y de la duda total a la segunda y definitiva cristalización...

- ¡Y todo eso en un segundo! -
grité -. Después nos iríamos a un café y nos miraríamos mucho y nos diríamos palabras bruscas y un poco absurdas... Antes de revelarme cierto delito me contarías que habías nacido en una ciudad marítima y abigarrada, y me confesarías haber empezado a ver tu vida como una fábula borrosa. Serías a veces dulce y a veces hosca, y me dirías que también tú pasaste una época en París, y nombrarías una calle angosta junto a las arenas de Lutecia...

- Y tú hablarías de lo que ya convenimos: el pasado trágico, las Cícladas y una habitación mínima en la isla de San Luis... De pronto mirarías hacia la ventana y verías al fondo, tras los cristales ligeramente empañados, la iglesia del káiser con la torre sin desmochar.

Miré hacia el lugar que ella me indicara, y por un instante, vi la iglesia como ella decía y como debió de ser antes de la guerra. Me asusté y miré a Lucrecia como quien mira a un fantasma: la boca roja, los ojos, las manos recortándose contra la súbita negrura...

- ¿Ya empiezas a confundir otra vez lo inconfundible? - me censuró con voz queda.

- Perdóname - le dije -, mezclé sin querer la iglesia mental con la real, y la Lucrecia real con la imaginaria...

- ¡Qué lastima que a menudo olvides que Henry James, tu querido Henry James -
y elevó las manos como si se escandalizara - decía que hay un nexo que une realidad y fantasía, pero que, para hacer literatura, hay que romper ese nexo en lugar de acentuarlo... ¿Por qué te empeñas en confundir ahora esa iglesia con la que imaginamos? ¿Confundirías también la Kurfürstendamm de ahora con la real, la de 1930? - dijo, y volvió a reirse.

- No, no, de ninguna manera.

Mi voz no debió parecerle demasiado convincente, porque enseguida se levantó, cogió el bolso de la mesa, y pretendió salir del café.

- ¡No te gusta la literatura, por mucho que pretendas escribir! -
me aseguró -. ¡Me voy con alguien que esté dispuesto a vivir conmigo una novela! - me dijo mirando con urgencia hacia la calle -. ¡No te aguanto ni un minuto más!

La seguí y me abalancé sobre ella.

- ¡Lucrecia, escúchame! -
le supliqué agarrándole el impermeable, ante la mirada perpleja de la corpulenta camarera que nos había servido el café -. ¡Te juro que algunas tardes grises, cuando nos ocultamos en algún hotel lamentable de la calle Augsburgo, mis manos son otras manos, y te juro por todos los dioses que estamos ante la iglesia del káiser un día bastante frío de 1930!

Lucrecia volvió a sonreír.

- ¡Así me gusta! -
me dijo, y acercó la boca.

Sí, era casi seguro que estábamos en Berlín y casi seguro que habíamos pasado la tarde bailando tangos en el Dachgarten del hotel Edén, y la noche en el Gato Negro, viendo y oyendo a Josma Selin, algunos años antes de que cantase Lilí Marlén. Era invierno, nadie podía dudarlo, el primero, para ser exactos, después de la Gran Depresión, era concretamente el tres de enero de 1930, y estábamos besándonos ante una iglesia, mientras la lluvia y la bruma difuminaban las casas oscuras de la Kurfürstendamm.

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